Se podría decir que allí donde la religión se hace artificiosa, está reservado al arte el salvar el núcleo sustancial, penetrando los símbolos míticos.
Mientras que para el sacerdote es importante que la alegorías religiosas sean consideradas realidad de hecho, esto no importa en modo alguno al artista, el cual, sin ambages, presenta libremente su propia obra como su invención. La religión sobrevive sólo como artificio cuando se encuentra en la necesidad de desarrollar cada vez más sus símbolos dogmáticos, protegiendo con esto la Unidad, la Verdad y la Divinidad que vive en ella con un cúmulo siempre creciente de elementos en sí increíbles que se encomiendan sólo a la Fe. Advirtiendo esto la religión ha pedido siempre el auxilio del arte, que a su vez fue incapaz de su más alto desarrollo en tanto que se limitó a proponer a la devoción de los sentidos aquellas pretendidas verdades reales de los símbolos, produciendo solamente imágenes idólatras de fetiches, mientras que cumplió su verdadero cometido cuando, mediante la representación ideal de la imagen simbólica, contribuyó a la comprensión de su íntima sustancia, es decir, de la verdad divina inexpresable.
Para ver claro todo esto haría falta averiguar muy cuidadosamente el modo como surgieron las religiones. Ciertamente, deben parecernos tanto más divinas cuanto más simple es su sustancia. La base más profunda de toda religión verdadera se reconoce en realidad en la conciencia que la misma tiene de la caducidad del mundo, y en la medida en que de este conocimiento pueda extraerse su impulso liberador. Hay que reconocer, evidentemente, que en todos los tiempos fue necesario un esfuerzo sobrehumano para conseguir revelar al pueblo, al hombre enraizado en la naturaleza, este conocimiento liberador, y que, por tanto, la obra de mayor éxito del fundador de una religión ha consistido siempre en la invención de aquellas míticas alegorías por las cuales el pueblo, a través de la fe, podía ser inducido a seguir realmente la enseñanza fundamental. A este respecto, hay que considerar como una característica de la religión cristiana el hecho de que su verdad más profunda estuvo siempre abierta y determinantemente destinada a confortar y ayudar a los pobres de espíritu.
En cambio la enseñanza de los brahmanes estaba destinada solamente a los que seguían los caminos del conocimiento, de modo que los ricos de espíritu consideraron a la masa humana, enraizada en la naturaleza, como excluida de la posibilidad del conocimiento, de forma que sólo era capaz de llegar a la conciencia de la nulidad del mundo a través de numerosos renacimientos. El que existiese un camino más breve para alcanzar la salvación lo mostró a los pobres también el Iluminado, el Despertado: el sublime ejemplo del Budda no parecía suficiente a sus seguidores; la última gran enseñanza, la de la unidad de todos los vivientes, no podía en realidad hacerse accesible a los discípulos sino a través de una explicación mítica del mundo, en la que la riqueza de símbolos y la amplitud de alegorías estaba tomada de las bases metafísicas de la doctrina brahmánica y de su sorprendente riqueza y fecundidad espiritual. No había llegado jamás en este punto, a simbolizar los mitos y las alegorías el propio y verdadero arte indú, de forma que tal tarea fue asumida por la filosofía, que acompaño con sus refinadas elaboraciones la constitución de los dogmas religiosos.